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Otra vez al San Pedro

    Empieza la temporada
dos mil veinte-veintiuno
y es algo muy oportuno
y una cosa muy sagrada,
que al San Pedro, nuevamente,
—lo manda la tradición—,
hagamos nuestra ascensión
casi religiosamente.
Muchas veces a este cerro
el GMSMA ya ha ascendido.
¿Cuántas habremos subido?
He contado y, si no yerro,
llevamos una docena,
once veces por el día,
con calor la mayoría,
y otra con la luna llena,
aunque en una sucedió
que acabamos como sopas,
y caladas nuestras ropas
por el agua que cayó.
Mas que ninguno se extrañe
y que nadie se confunda,
que es la decimosegunda
la que esta vez nos atañe.

  Enfilamos hacia arriba
en grupos de diez en diez
—no es ninguna estupidez,
lo manda la normativa—,
y aunque alguno la deteste,
la subida —hay que admitir—
que menos hace sufrir
es la arista noroeste.
Estábamos ya subiendo
cuando una mujer de rosa
tal como una mariposa
nos adelantó corriendo;
quince minutos después,
vimos corriendo a destajo
otra mujer cuesta abajo
¡es la de rosa otra vez!
Casi no la conocía,
era Pilar Matellano,
que de mañana temprano
sube al cerro cada día.
No fue dura la ascensión
a este cerro solitario
cuya cumbre fue escenario
de nuestra inauguración;
y una vez que descansamos 
se entregaron las estrellas, 
y después, con tres botellas
de cava, todos brindamos.

    «Por esta temporada que hoy empieza,
por que pronto pasemos este horror,
brindemos y tengamos la certeza
que el futuro será mucho mejor».

  Proseguimos —con trabajo—,
de una forma aventurera,
por empinada ladera,
hacia el sur y cuesta abajo.
¿La hora del mediodía,
y zona meridional?,
la combinación fatal
de un calor en demasía.
Continuó la bajada
un poco más todavía,
pues solo terminaría 
al llegar a la cañada,
donde el calor fue un tormento
y quedaban, además,
cinco kilómetros más
para ver un yacimiento
no muy espectacular
ni tampoco nada exótico:
un poblado visigótico
llamado Navalvillar.

  Cerca de allí hay una peña
—Peña Gorda se la llama—,
desde la que el panorama
de la sierra madrileña
se contempla y se percibe.
A este mirador subimos
y muchas fotos hicimos
pues, si no, no se concibe
nuestro paso por allí.
De vuelta ya se veía
San Pedro en la lejanía
¿y cuando miré, qué vi?
Más de cien buitres comiendo
a una vaca inanimada,
que muerta, mas no enterrada,
era un manjar estupendo
para aquellos carroñeros
que los perros ahuyentaron,
y a volar los obligaron
dejando los comederos;
al verlos —os lo confieso—
consideré que, quizás
no son tantos, pues hay más
diputados del Congreso.

    Llegamos deshidratados ¡por fin!, al aparcamiento, y sin perder ni un momento, desde allí, desesperados, sin descansos intermedios y con presteza inaudita nos llegamos a una ermita, la Virgen de los Remedios, lugar donde nos tomamos unas frescas cervecitas, y con gracias infinitas pagamos y nos marchamos.

Paco Cantos  16/9/2020