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La atalaya del Vellón
Descendiendo el Yelmo ayuso
«Se convoca una excursión
al Yelmo de la Pedriza,
quien suscribe garantiza
aventura y diversión».
¿Quién pudiera resistirse
ante tal convocatoria?,
si esto llegara a cumplirse,
la excursión haría historia.
En el Tranco comenzamos
con aforo suficiente,
esta vez no nos juntamos
ni poca ni mucha gente.
La mañana era estupenda
y empezamos las primeras
subidas por una senda,
Senda de las Carboneras.
A mitad de la ascensión
nos paramos un momento
para hacer reagrupamiento
en un inmenso balcón
que al pasar la Gran Cañada,
para admirar Manzanares,
su castillo y sus lugares,
siempre es parada obligada.
Proseguimos la subida
donde el camino se inclina
hasta llegar enseguida
al Collado de la Encina,
una pequeña meseta,
donde ya la perspectiva
nos anunciaba la meta,
y un poco más para arriba
llegamos a la pradera
del Yelmo, ¡qué impresionante,
a cualquiera pareciera
estar ante un gran gigante!
Ante ese gran paredón
tan grande como un castillo
antes de hacer la ascensión
tomamos un bocadillo.
Dos compañeros dijeron:
«Paco, no nos amenaces»
y hacia el Tranco se volvieron
cual dos estrellas fugaces.
Y ahora viene lo mejor
y lo más impresionante
aunque sea lo peor
para todo principiante;
ante tal incertidumbre
es costumbre necesaria
al ascender a la cumbre
elevar esta plegaria:
«Encomiéndome a San Telmo
porque si no, retrocedo,
para coronar el Yelmo
por el Corredor del Miedo»
Cualquier montañero sueña
con contemplar la Pedriza
en lo alto de esta peña
que más la caracteriza.
Yo recomiendo una dieta
para subir esta vez:
más frutas, menos panceta
y un poco de delgadez,
porque si alguno se agobia
es mejor poca cintura
que padecer claustrofobia
en esta estrecha hendidura,
pero mereció la pena
pasar por esta angostura.
Si subiste, ¡enhorabuena!,
si no, ¡que gran amargura!
Y después de la bajada
fue una sorpresa muy grata
dónde hicimos la parada
para comer el bocata,
porque no hay mejor placer
que el de sentarse a la orilla
de la hermosa Lagunilla
a la hora de comer.
Tras este descanso extenso
solo nos faltó la siesta
e iniciamos el descenso
sin que mediara protesta.
Bajando unas veredillas
por esta zona montana
recordé las serranillas
del Marqués de Santillana,
que andando por estos lares
dedicó con mucha gana
a Menga de Mançanares,
una rolliza serrana:
«Desçendiendo'l yelmo á yusso
contra'l Bóvalo tirando
en esse valle de susso
ví serrana estar cantando»
Para evocar al marqués
en busca de la mozuela,
aunque seis siglos después
seguimos su cantinela:
Yelmo abajo descendimos
hacia El Boalo tirando,
pero serranas no vimos
ni cantando ni bailando,
que hoy serranas no se ven
por la Pedriza cantando
sino que se ven, más bien,
montañeras caminando.
Me imagino yo al marqués
por estas sendas tan duras
como una cabra montés
buscando sus aventuras;
¡vaya colosal paliza,
disponiendo de un castillo
subir hasta la Pedriza
con tal de echar un polvillo!
Dos kilómetros abajo
arribamos al destino,
y aun siendo el mismo camino,
bajar dio menos trabajo,
pero nos dio mucha sed,
ganas de beber muy fuerte;
¿habría un bar?, pues sabed
que sí, que tuvimos suerte,
y en el bar nos esperaban
las dos estrellas fugaces,
donde tomamos, voraces,
las cervezas que aguardaban.
Jorge ofició de cronista
y como le entusiasmó
la estrechura masoquista,
cinco sicarias le dio
a esta excursión pedricera,
a la cual yo digo adiós,
y cuya serie numera
quinientos sesenta y dos.
Paco Cantos 26/5/2021
Granizos en Colgadizos
Comenzó en Somosierra, que es un puerto
donde Madrid se junta con Segovia,
una excursión por monte tan abierto
que nos podría dar agorafobia.
A la cita matinal
segovianos acudieron
del lado septentrional,
y madrileños lo hicieron
del lado meridional.
Subimos, para empezar,
una loma que se eleva
con subida regular,
llamada Majada Nueva.
Tuvo en tiempos su esplendor,
aquí una famosa escuela,
la de vuelo sin motor,
donde el suelo se nivela
para aterrizar mejor;
pasamos sin trascendencia
por los antiguos hangares;
fuimos a la residencia,
unas casas singulares
que hoy son todo decadencia,
construcciones de granito
que nosotros exploramos
mientras fotografiamos
nuestro rincón favorito.
Seguimos subiendo, ufanos,
hasta la Peña del Muerto,
los primeros altozanos
de los Montes Carpetanos,
a media legua del Puerto,
y más alto sobre un claro
vimos algo más bien raro.
¿Era un platillo volante
o era una seta gigante?
No, pues era un radiofaro
que permite a los aviones
conocer su situación
y hacer la navegación
más fácil, si me lo pones.
En Peña Zorrillo fue
el lugar donde sonó
la hora del tentempié,
y paramos ¡cómo no!
a reponernos con ello,
pues vino a continuación
el último subidón,
lo que provocó el resuello
de estos pobres andariegos;
subida discrecional
por pista o por cortafuegos,
¿cuál escogió cada cual?
la que quiso, pues dio igual.
¡Ay, destino traicionero!,
muy cerca ya del instante
del punto más culminante,
subiendo por el sendero,
nos sorprendió el aguacero.
¿Y sabéis lo que ocurrió?
San Pedro nos vaciló,
y al llegar a Colgadizos
las aguas cambió en granizos
y así la rima cuadró,
mas por culpa de la rima
no paramos ni un instante
en lo alto de la cima,
prosiguiendo hacia adelante
con todo el granizo encima.
Volvimos, pues, cuanto antes,
por unas pistas bajantes,
protegidos por paraguas,
porque volvieron las aguas,
con nubes amenazantes.
El santo, como es sabido,
es un poquito guasón,
y después de lo caído
esta fue su reflexión:
«A mi cerro, muy leales,
ascendieron puntuales
en ferviente procesión;
se merecen los chavales
que se pare el chaparrón».
Y a partir de aquel momento,
como si fuera un hechizo,
no nos molestó el granizo
ni el aguacero ni el viento.
La bajada fue empinada,
nadie se quejó de nada
ni se escucharon reniegos
por aquellos cortafuegos
de pendiente endemoniada,
porque ya se vislumbraba,
animándose la gente,
que no lejos y allí enfrente
el puerto nos esperaba.
Mas como broma pesada
nos quedaba una hondonada,
aunque para ser muy franco
la hondonada, más que nada,
era un profundo barranco.
La pendiente del ribazo
y la gran vegetación
produjo algún arañazo,
pero ningún batacazo
ni tampoco remojón,
cosa que los senderistas
afrontamos con valor,
disfrutando con humor
aventuras imprevistas.
El final era inminente;
aun con el cielo cubierto
iba contenta la gente,
pues quedaba para el puerto
media legua solamente;
y así, sin más miramientos
en el puerto, finalmente,
nos despedimos contentos
hasta el miércoles siguiente.
Canto Hastial
Arrebatacapas
fuimos a caminar, toda la peña,
con mucha discrección
para no llamar mucho la atención
ni molestar el sueño
de este pequeño pueblo madrileño.
Para precalentarnos
y que no pudiéramos enfriarnos,
comenzó la excursión
con subida de gran inclinación,
siguiendo por el cerro,
todos los caminantes más el perro,
cuyo punto cimero
lo marcó el vértice del Chifladero.
Seguimos todo llano
caminando por aquel altozano
hasta que la almenara
del Canal Alto nos interceptara,
lo cual obligaría
a descender por una tubería.
Mas hubo una sorpresa:
tomar el tentempié sentado en mesa
del área recreativa
—y la sorpresa fue superlativa—,
para seguidamente
visitar la ermita de San Vicente.
Desde Valgallego,
continuamos sin desasosiego,
todos excepto uno,
que tuvo que irse tras el desayuno;
y otra vez a subir
—hay que ver cuánto nos gusta sufrir—,
por la cuesta canalla
que nos llevó, ¡por fin!, a la atalaya,
la torre centenaria,
elevada, graciosa y solitaria
donde fueron tomadas,
para ser por todos bien recordadas,
las fotos oficiales,
ya sea en grupo, ya sea individuales.
Seguimos hacia el este
procurando la zona más agreste,
cruzamos carretera
siguiendo por una senda ligera
hasta que remontamos
o más bien, yo diría que escalamos,
a lo alto del cerro
de Arrebatacapas que, si no yerro,
da nombre a la atalaya
haciéndola, por tanto, su tocaya.
Con jaras y tomillos,
nos comimos allí los bocadillos;
cambiando de sentido,
y hacia el oeste el paso decidido,
por senda paralela
volvimos persiguiendo nuestra estela,
mas, ¿qué nos esperaba?,
una colmena cerca se encontraba
y a toda la compaña
las abejas atacaron con saña
causando sus estragos
entre algunos de los senderomagos.
Bajamos un ramal
junto a la depuradora del Canal,
bajamos nuevamente
por un tubo de sifón descendente,
y ya se distinguía
nuestro destino, allí en la lejanía;
quedaba finalmente
un camino bien recto y ascendente
de apenas media legua
que nos hicimos de golpe y sin tregua.
Y os dejo un ejercicio,
adivinar cuál es el gentilicio
del pueblo de Redueña.
La solución es: cigüeño y cigüeña.